9.01.2007

.. . .cuentame. . ..

ahora, un cuento:








Muertito.


Se acerca a la ventana sin la menor muestra de interés en mi charla tonta sobre lo mal que sazonaron el pollo con verduras el día de hoy; súbitamente detiene sus pasos al mismo tiempo en que sus ojos pequeños se hacen grandes y sus cejas se arquean sorprendidas; sus labios se entreabren como para aspirar mas aire del que pudiera caber por su nariz y sin apartar la mirada fija en el vidrio antiséptico murmura como para si misma, un tanto más para mi misma: -Ay Dios, un muertito... ya no quiero ver!- y sigue mirando; el par de pupilas voyeur se alborotan contemplando el jardín trasero que se ubica justo abajo del ala norte del edificio, jardín en donde una carroza fúnebre (mas bien un tanto alegre pensaría yo por el color azul celeste y los asientos de terciopelo rojo) aguarda la incursión del cuerpecito tieso del muerto sin nombre.


Ella es Esther, mi vecina de cama en éste hospital en que las noches son atemporales y los días bajo el dominio de los calmantes vía intravenosa crean la ilusión de estar compuestos de un par de horas entre sol y luna, las enfermeras son todas ellas todo el tiempo una misma mujer de chongo relamido y los doctores de dedos adecuadamente apáticos adoptan mascaras de yeso para férula en una obstinada campaña dedicada hacer sentir al paciente el rigor de la indiferencia médica.

Esther es ella, y a sus cuarenta y tres años las canas grises que germinan en sus sienes le delatan sesentaytantos, será por la cantidad de hijos paridos o será que luego de ver que el asunto del casorio no es como dicen por ahí, miel sobre hojuelas, si no algo mas parecido al aceite de motor sobre hígado crudo, ella optó por entregar sus votos a la orden de señoras fodongas hijas del descuido desgastante. Será el sereno, pero hay momentos, mientras la ayudo a caminar o a levantarse, en que ella descubre su piel sin pudor, a sabiendas que ya la ni perversión ni el morbo tienen cabida en el avistamiento de su cuerpo informe como masa de galletas. Se pasea con su desnudez a medias por el angosto camino al baño o hacia mi cama para pasar de frente y mirar el jardín, y por las noches, al roncar duerme desabanada manteniendo las piernas bien abiertas y la bata blanca sobre el abdomen, orgullosa de su feminidad o desprendida de ella. Solo Dios sabe.


Yo casi nunca la observo con detenimiento, de cierta forma Esther me recuerda a las indígenas que, desvestidas, se acercaron a mi con un folleto de protesta en la mano extendida algún lunes en Bellas Artes; instintivamente ladee la cabeza y aceleré el paso torciendo las cejas yo no se si por vergüenza ajena, ve tu a saber pero en eso pienso ahora que ella mira la ventana y su espalda descubierta me mira a mi. -Lo están subiendo a la carroza…- dice entrecortada por un suspiro fugaz y da la vuelta para comenzar el lento andar hacia su cama, cargando no solo ahora el peso del tripié con sueros y el dolor de la herida de 20 centímetros en su vientre, sino también sobre sus hombros morenos las palabras del estoico doctorcito en su visita matinal: -Es una pequeña complicación señora, un poco de sangre en sus pulmones; suele suceder después de la operación pero usted no se preocupe que aquí nadie se muere-.


Desde mi cama insípida me parece ver como los ojos de Esther empequeñecen de nuevo clavándose ahora en el piso recién pulido. Retoñan en su cabeza pequeñas ramas blancas de pelo frágil y una parte de su cuello parece encorvarse interrogante al tiempo que las venas en sus manos se hinchan arrugando un poco más la superficie moteada en tonos púrpura.


-Setentaytantos-, pienso.




.kletova.

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